Hace unos días, mi compañera y amiga Juana María Sancho, catedrática de la Universidad de Barcelona, me contaba la tremenda impresión que le produjo, en su etapa de maestra, una observación que vio en la ficha de uno de sus alumnos (dudo ahora si se trataba de un niño o de una niña). Cuando se describía la inteligencia de esa persona, el psicólogo (o psicóloga, tampoco lo sé) de la institución había escrito una sola palabra: NULA. Me costaba creerlo, pero ella me persuadió de la verdad cuando me dijo que esa anotación no sólo le había producido consternación sino que le había hecho derramar alguna lágrima.
¿Cómo se puede decir de alguien que tiene una inteligencia nula? ¿Nula? Inteligencia nula tienen las piedras, pero una persona no puede tener inteligencia nula. ¿Desde qué tipo de diagnóstico se puede llegar a esa conclusión?
Hablamos largamente sobre esa tremenda responsabilidad que los educadores tenemos en las manos. La responsabilidad de estimular, de ayudar, de impulsar… pero también la de hundir, de aplastar, de bloquear… Desde esa valoración se puede comprender fácilmente la actitud educativa (o, mejor dicho, deseducativa) que la inspira: desesperanza, abandono y fatalismo. Para concluir, cuando el estrepitoso fracaso se produzca, que “eso estaba cantado”, “que ya se veía venir”, “que era imposible esperar otro resultado”.
Le dije a Juana María que esa actitud negativa me preocupaba hondamente e, incluso, le prometí convertir su pequeña anécdota en el presente artículo.
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