Publicado por Miguel Ángel Santos Guerra
10 de septiembre de 2011
A principios de julio, cuando todavía suenan los ecos de las calificaciones escolares, los centros comerciales anuncian la vuelta al colegio. Al ver esos anuncios, me dan ganas de preguntar a los niños y jóvenes con quienes me encuentro, qué sensaciones les produce ese recordatorio. E imagino que recogería todo tipo de impresiones. Desde la de quienes maldecirían un inoportuno recuerdo de experiencias ingratas que rompe el apacible disfrute de las vacaciones, hasta la de quienes ni se inmutarían ante una insulsa realidad como la que han vivido en la escuela. Desde la de quienes evocarían aprendizajes apasionantes y relaciones enriquecedoras a la de quienes gritarían indignados por la odiosa referencia.
En el pasado mes de junio, mi hija Carla, de seis años, me sorprendió con una inesperada crítica. La llevaba en el coche al Colegio cuando nos encontramos con un enorme atasco. Le dije, un poco apesadumbrado:
- Carla, aunque te has levantado con rapidez y te has vestido y desayunado sin perder tiempo, hoy vamos a llegar tarde. Algo ha pasado. Quizás un accidente.
Papá, no te preocupes. Porque vamos al Cole. Lo malo es que fuéramos a un cumple. Entonces me perdería la piñata, la tarta y el mago, que todas esas cosas hay en un cumple.Ella, queriendo tranquilizarme, me dijo:
Me hizo pensar. ¿Por qué cree la niña que con el retraso no se va a perder nada interesante en el Colegio, al menos nada tan interesante como lo que se encuentra en la celebración de un cumpleaños? ¿Por qué no le preocupa llegar tarde a su escuela, a pesar de ser una niña con un gran interés por el aprendizaje?
Hace unos años le oí decir a un niño, con evidente cara de decepción:
- ¡Yo quiero que pase algo guay en mi Cole!
¿Es que no pasa nada guay en el Colegio, me pregunto utilizando el lenguaje infantil? Creo que sí, pero no se ve a primera vista. Porque queda camuflado bajo la hojarasca de las rutinas, de la habituación a lo espectacular.
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